Stanza vuota
Lorena Amorós Blasco
“Imágenes de imágenes, sombras proyectadas del “sueño de una sombra” que pasó, pinturas: con ellas atravesamos las sombras y los sueños –la sombra donde la muerte se acurruca, el sueño que la vida condensa- para volver al punto de partida mágicamente dirigido: una mirada que no es ni pregunta ni respuesta, sino silencio y detención, testigo mudo de lo que fue”.
Jean-Christophe Bailly, L´apostrophe muette 1
Vacío, oscuridad, sombra, soledad. “El cuerpo, el yo, o mejor el lugar de mí -según Gérard Granel- es una suerte de rectángulo que se abre al negro longitudinal como distribuidor de regiones periféricas a mí” 2 . En la obra de Josep Tornero, en la misma oscuridad del vacío, se descarga la soledad de su figura imaginada o aquella, todavía, por presentir. Su fragmentación, su desmembramiento no importa. La posición, ya sea de pie, sentado, tumbado u otra posición, siempre está a muy pocos pasos de la oscuridad y desde el blanco. Pero, cuál de todas las posibles posturas percibidas e imaginables puede ofrecer mayor retraimiento: de lado, acurrucado con las piernas plegadas, con los brazos cruzados sobre ellas, con la cabeza tendida sobre el suelo… de nuevo, no importa. La soledad manifiesta de los cuadros de Tornero, parece liberar a la figura, redimirla de lo cotidiano, de la sombra de lo real. Es una soledad acogedora, protectora; una soledad que, como diría Massimo Cacciari, “es energía imaginativa: energía que cuida la memoria con objeto de alentar la imaginación. Sin duda, contraria a aquella soledad que, desde lejos, se hace espectadora de su ocaso” 3 . El retiro, el recogimiento que ocupa el sujeto del espacio-urna de los cuadros da sepultura a la insistente desesperación de la existencia. Su cometido redentor, traducido como la aptitud-capacidad de poner y poner-se en imagen, de producir y autoproducirse imágenes autorreferenciales o no, de convertir en imagen y memoria la totalidad de un aparente yo desdoblado y pictórico, nos muestra la ficción plástica de la pintura. La pincelada de una realidad ausente, que finge la presencia del ausente, pero no engaña sobre lo “verdadero”, porque su capacidad legítima es su facultad de poner-en-imágenes la ausencia. En este sentido, podría decirse que el conjunto de su obra son representaciones perfectas de anamnesis, de reminiscencia. Su quimera procura no adormecerse únicamente en el tiempo propio. Las figuras, rostros, cabezas de los cuadros de Josep Tornero, son como huéspedes de los recuerdos de esa “Stanza Vuota” que apelan a un pensamiento acerca del páthos que lo genera. Huéspedes de un cierto pensar-imaginar que se dirigen al otro, a los otros, que miran y no miran hacia lo último desde la superficie visible de la tabla. Este juego de intimidad que sostiene la pose, apresa al sujeto pictórico y le hace perder deliberadamente la materia del sí mismo. El sujeto deja de ser la evidencia a sí de una interioridad retenida en sí y sin despojarse de la semejanza ni de la evocación de la imagen propia, intensifica, a través de lo formal, el aislamiento de su ser-en-sí. La tensión de cada posición del cuerpo, de cada gesto del rostro de ese sujeto que no intenta necesariamente, representarse —pero que, sin embargo, no frena en su trayecto-diálogo con la pintura— nos muestra una posible visión de la muerte que no deja signos y habita a la par y a su lado, desde lo más propio e inalcanzable de su interioridad…hasta ese punto de visibilidad e invisibilidad, de continuidad e incontinuidad del ser-límite.
El infinito retorno a sí, custodia toda forma y voz, junto al cuestionamiento de la dialéctica Berkeleyiana entorno al insistente esse est percipi.